Vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario

Lucas 15: 1-32


Estimados amigos,
Las parábolas de los dos hijos y del buen samaritano han sido un factor mayor en el desarrollo de la cristiandad como la experimentamos hoy. Sin el impacto de estas dos parábolas, nuestra percepción de la cristiandad sería muy diferente. Ellas ofrecen un gran descubrimiento en nuestra exposición a la misericordia de Dios.

Las tres parábolas en el pasaje de hoy tienen un tema primordial en común. Tienen demasiadas similitudes en sus contradicciones del sentido común. Todas señalan hacia una extravagancia sin medida de la misericordia de Dios. La historia de padre e hijos presenta un nuevo sesgo para nuestra relación con Dios. El padre no tiene preocupación sobre el pecado y el arrepentimiento. Es sobre perder y encontrar, morir y vivir.

En la actitud del padre, estamos invitados a alejarnos de un pecado y un enfoque de perdón y un entendimiento mucho más personal. En esta escena, vemos el problema como una persona perdida que ha sido encontrada. Esto conecta con la oveja y la moneda de las otras parábolas.

Necesitamos vernos a nosotros mismos como los dos hijos. Cuando nos arrepentimos, como el primer hijo, tenemos lista nuestra historia. El padre no tiene interés en la historia. Su hijo estaba muerto y ahora está vivo. El padre no tendrá nada que ver con un sirviente contratado que no tiene sentido. Este es su hijo. El anillo, las sandalias y la fiesta son todos símbolos de su bienvenida incondicional del hijo en su abrazo misericordioso. Como el pastor y la mujer, el padre sabe lo que estaba perdido y ha sido encontrado. Es tiempo de celebrar. Necesitamos vernos como el recipiente de la fiesta de la misericordia de Dios.
 
Conforme nos movemos al segundo hijo, siempre es tan fácil reconocernos, como él, como víctimas en muchas de las experiencias rotas de la vida. Similares al hostil y enojado hermano, nuestros dolores tienen un buen mérito. Sin embargo, igual que el segundo hermano, no vemos el punto que el padre ve tan claramente. No es sobre las cosas, es sobre la gente. Las posesiones y los privilegios simplemente no tienen sentido cuando los medimos contra la vida, el amor y la misericordia. “Hijo mío, tú estás aquí conmigo siempre; todo lo que tengo es tuyo. Pero ahora debemos celebrar y regocijarnos, porque tu hermano estaba muerto y vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado.” (Lucas 15: 32)

Esta historia en sí, se abre a un inmenso número de interpretaciones. Todas ellas exponen nuestra condición humana en la profundidad y amplitud de su realidad fracturada. Es este mismo quebrantamiento el que despliega la misericordia de Dios. Nos gusta decir que esta misericordia no conoce límites. Las acciones del Padre nos ayudan en nuestro viaje de la cabeza hacia el corazón cuando ponderamos este gran misterio de un Dios llamándonos al banquete de la vida a pesar de nuestra pecaminosidad.
Todos los grandes maestros espirituales de la tradición cristiana enfatizan que la única manera de conocer a Dios es conocernos nosotros mismos primero. La historia de los dos hermanos nos muestra esta profunda verdad. Solamente cuando ellos aceptan su propia debilidad están listos para empezar a apreciar la maravilla y la magnificencia del amor y de la misericordia del padre.
 
Nosotros nunca descubrimos si el hermano mayor estaba listo para romper la ceguera de la relación comercial por la cual él definía a su padre. Lo que sabemos es que el padre fue implacable en su búsqueda de sus dos hijos. La elección de ellos fue aceptar o rechazar este amor y misericordia. Por parte del padre, solo estaba la oferta continua de amor y la invitación al banquete.
 
El mensaje llega en muchos y diferentes niveles. Dios está siempre aceptándonos. Dios siempre está perdonándonos. Dios siempre está buscándonos. Al final, el llamado no podría ser más claro. Debemos permitir que la misericordia de Dios y su amor definan y dirijan nuestras vidas en cualquier manera posible. 

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