La Santísima Trinidad

MATEO 28: 16-20


Queridos amigos. Un filósofo pagano describía a los cristianos del segundo siglo de esta manera: “Ellos se aman unos a otros. Nunca dejan de ayudar a las viudas; ellos salvan a los huérfanos de aquellos que pudieran dañarlos. Si ellos tienen algo lo dan de buen agrado a la persona que no tiene nada; si ellos ven a un forastero, lo llevan a su casa y están felices como si se tratara de un hermano. Ellos no se consideran hermanos en el sentido usual, sino hermanos por medio del Espíritu, en Dios.”

En el Evangelio de hoy tenemos el mandamiento de Jesús para hacer tres cosas: hacer discípulos de toda la gente, bautizarlos y enseñarles a observar todo lo que Él nos ha mandado. En Jesús tenemos el descubrimiento continuo del amor del Padre. Jesús es el último regalo que se sigue dando, que se mantiene llamándonos y sigue amándonos.
El Evangelio de hoy nos dice porque Dios nos ha salvado: el amor, que es la realidad de la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre ha elegido señalar la claridad y el poder de este amor por medio de los hechos de salvación de su Hijo por medio del Espíritu. Este amor no tiene límites, no tiene condiciones y no necesita invitación. Este amor salvador simplemente es la base de toda la realidad.

En esta festividad del Domingo de la Santísima Trinidad nosotros recordamos que Jesús es la revelación completa de Dios, un Dios de amor ilimitado e incondicional. Todas las enseñanzas de Jesús están ancladas y contenidas en este mandamiento que nos amemos como Jesús nos ha amado. Esta es la forma que nosotros compartimos en el misterio de la Trinidad.

El Evangelio de hoy pone ante nosotros este mandamiento para amar. Dios toma la iniciativa: “De tal manera amó Dios al mundo.” (Juan 3: 16) al amar al mundo Dios nos muestra que todos estamos invitados a este encuentro amoroso que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús encarna este amor totalmente inclusivo en las historias del Samaritano, el publicano, Magdalena y muchas otras expresiones de aceptación y misericordia.

De igual manera, el Evangelio nos dice el propósito de la misión de Dios. “Dios no mandó al Hijo…para condenar al mundo sino para que se salve gracias a Él y goce de la vida eterna.” (Juan 3: 16-18)

Jesús nos invita al misterio del amor y la vida que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La elección es nuestra. Podemos aceptarla o rechazarla. El problema es que no terminamos de fijar los términos de si es aceptación o rechazo.

Esta elección nos trae a la gran ironía de la vida. Somos llevados a pensar y a actuar como si tuvieramos un mejor plan que Dios. Nuestras elecciones nos llevan a buscar la verdadera felicidad. En el proceso muchos simplemente rechazan a Jesús. Otros pasan toda una vida en apuestas secundarias y tratando de reconfigurar a Jesús en una forma más cómoda, una versión más diluida. Queremos nuestro premio por estar en lo correcto según nuestros estándares y no según el Evangelio. Muy pocos tienen la apertura para vivir como los primeros cristianos descritos por el filósofo pagano.

La gran alegría de la fiesta de hoy y cada proclamación del Evangelio es que Dios nunca se cansa de nosotros. En Jesús, estamos siendo llamados constantemente para aceptarlo como el camino, la verdad y la vida. Lentamente, la vida tiende a enseñarnos que Jesús realmente tiene un mejor plan para ambos planos aquí y en el más allá.
Compartir: