Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario

MARCOS 7: 1-8, 14-15, 21-23


Estimados amigos,

Teresa de Ávila tiene una gran visión sobre el Evangelio de hoy. En su clásico sobre la vida espiritual, El Castillo Interior, ella señala que el progreso trae problemas. Eventualmente, nuestro egoismo va de forma clandestina para proteger su territorio. Superficialmente se disfraza de virtud. Esto lleva a la maldición de la autorectitud y la hipocresía. Esto es una tentación muy grave para todas las personas e instituciones religiosas. En la historia de la religión, las buenas prácticas y las religiones con frecuencia evolucionan en usos corruptos de la ley y la tradición para ganancia y comodidad personal.

En el tiempo de Jesús, la ley dada a Moisés había sido secuestrada por un pequeño grupo de líderes religiosos. Ellos la habían reducido a una fuente personal de poder, privilegio, control y división. Por medio de su interpretación de la ley, estos líderes se exaltaban a sí mismos social y economicamente. Ellos también habían dividido al pueblo en varios niveles de separación por medio de la aplicación de la ley. Había un prejuicio evidente contra los trabajadores, los pobres y especialmente por las mujeres. La tradición que Jesús confronta era un instrumento de degradación y división. Jesús vio el problema claramente. Toda práctica religiosa lo acerca a uno más a Dios o se vuelve un obstáculo a la llamada sagrada.

Al confrontar a Jesús por las violaciones de sus discípulos, los fariseos, actuan como la policía de la pureza, asumiendo que él compartía su visión de la ley. Ellos pronto se dieron cuenta de su error. Jesús va directo al centro del problema. La observancia de la ley encuentra su integridad en la pureza del corazón. El problema no son las uñas sucias, las manos con tierra por el trabajo pesado o el ciclo natural de una mujer.

Jesús cita a Isaias. “Este pueblo me honra solo con los labios, pero sus corazones están lejos de mi; su religión no vale, pues no son más que enseñanzas y obligaciones humanas.” (Isaías 19:13) El profeta expresa con claridad y poder lo que Jesús quiere proclamar. Es el corazón puro el que define la relación humana correcta con Dios. Jesús estaba dirigiendo la enseñanza central de Moisés: la obediencia debe fluir del corazón y no de rituales mecánicos y legales que están lejos de un corazón puro. Jesús aborda también este tema en el Sermón del Monte.

En este encuentro, Jesús entrecorta las bases de la multitud de los principios legales que evolucionaron de la continua autorectitud y de la hipocresía de los guardianes de la ley.

Jesús declaró sencillamente que lo que entra y sale de la persona es simplemente un un proceso físico. Lo que importa es el corazón. Esta enseñanza radica y se aferra en el completo acercamiento a la ley de Dios. Ya que Jesús, en una sola proclamación declaró limpios todos los alimentos. Las cosas que causan impureza son el egoismo y las acciones destructivas que fluyen del corazón: “Malos pensamientos, falta de castidad, robo, asesinato, adulterio, codicia, malicia engañosa, libertinaje, envidia, blasfemia, arrogancia, locura. Todo esto viene desde adentro y profana.” (Marcos 7: 21-23). Pablo en Gálatas 5: 22-23 declara que el bien fluye de un corazón puro: “Amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, generosidad, fidelidad, gentileza, autocontrol.”

Jesús le dejó muy claro a la gente que el jabón y el agua no trascienden a un corazón puro en el camino a la santidad. El corazón puro es el resultado de una respuesta a Dios que nos habla de dos maneras: en su Santa Palabra y en las experiencias diarias de la vida.
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