Cuando se empieza a orar en una forma más profunda y más comprometida casi siempre es una respuesta a un hambre en nuestro corazón por algo más. Generalmente, una conversión moral ha traído algún sentido de orden exterior en nuestra vida. La oración es un llamado para entrar a un mundo más rico que aún no ha sido descubierto.
Hemos llegado a un punto en la vida en el que estamos fundamentalmente insatisfechos. Estamos bien dispuestos a tomar la jornada espiritual más seriamente. Empezamos a orar, es suficientemente fácil y confortante. Sin embargo, la simple emoción de victoria nos lleva tambien a la agonía de la derrota. Hay un precio que pagar. Esto nos lleva al problema fundamental la ambivalencia. Vemos el viaje espiritual tan importante pero tiene que funcionar en el contexto de nuestros claros compromisos personales. No estamos ansiosos por romper nuestros horarios, rendirnos por demasiado tiempo, cambiar nuestras prioridades y especialmente dirigir nuestras relaciones buenas y malas.
Este es el corazón del problema. Detrás del llamado a la peregrinación a Dios está un Dios que quiere más. Lentamente nos daremos cuenta que la etiqueta del precio divino va más allá de nuestros sueños mas salvajes. La oración nos pone cara a cara con la ambigüedad de la condición humana. Nuestro corazón es jalado en muchas direcciones: entre lo divino y lo mundano, entre el cuerpo y el espiritu, entre lo trascendente y lo transitorio, entre la rendición y el control.
La oración revela la profundidad de nuestro corazón fragmentado. Estas contradicciones con frecuencia dificultan y consumen nuestro tiempo de oración. Las cintas de nuestros dolores pasan una y otra vez por nuestra mente, el jale de nuestros apegos y el temor al cambio empiezan a hacer de la oración un desafío fastidioso. Todos nosotros tenemos nuestros “no negociables”, las cosas que no queremos cambiar. Dios con frecuencia aparece estos asuntos específicos en la oración, usualmente solo uno a la vez. Esto no es un momento placentero. Con frecuencia escapamos de la confrontación en la comodidad de nuestras distracciones.
Hay necesidad de orden a un nivel personal. Esto viene lentamente de la oración. Y aun así la oración necesita del apoyo del cambio personal en nuestra vida. Aquí es donde cabe el Programa de Teresa. Ella insiste en que la humildad, el desapego y la caridad son virtudes esenciales en todo el viaje de la oración como su fundación.
El dilema es que necesitamos la oración para crecer en humildad, en desapego y en caridad. Nuestro compromiso para orar entonces es una relación dinámica entre las virtudes cambiando cómo vivimos y como la oración está fortaleciendo estas mismas virtudes. Hay un ciclo de crecimiento mutuo que profundiza los dos factores de la meta final de integración.
Las tres virtudes nos llevan a un sentido más profundo de aceptación de todos los aspectos de nuestra vida. Esto es el comienzo del retiro de una trampa de ambigüedad que plaga la existencia humana. Esta aceptación tiende a traer orden a nuestra vida. Nosotros aceptamos nuestra realidad en toda su ambivalencia, confusión y quebrantamientos. Esta aceptación que es la raíz de la humildad, el desapego y la caridad nos abre a la llamada del amor y nos aleja de las mentiras del egoismo, el mal uso de las criaturas de Dios y la hostilidad hacia nuestros hermanos y hermanas.
La oración trae un crecimiento en las virtudes. Las virtudes traen paz y apertura para enriquecer la oración. Las dos gradualmente transmiten un sentido de crecimiento de orden y paz dentro del corazón humano.
La humildad es la verdad. Esta virtud nos coloca en la presencia de total dependencia en Dios como nuestro creador. Nosotros somos las criaturas, pecadores y quebrantados. La humildad es la aceptación de esta dependencia completa en el amor y la misericordia de Dios. Conforme crecemos y profundizamos en la oración hay una revelación lenta del yo que es consumido en todas las maneras de la autoabsorción. La humildad nos ayuda a aceptar este autoconocimiento doloroso. Conforme la humildad crece empezamos a ver más claramente que todas las cosas buenas vienen de Dios.
El desapego esta situando a todas las criaturas de Dios en el orden correcto. Es una aceptación básica de nosotros mismos. Gradualmente vemos las distorsiones de un corazón fragmentado que constantemente está manufacturando falsos dioses bajo nuestro control el cual, a la vuelta, crea ilusiones de autoimportancia. El don del desapego puede liberarnos de algunas cosas tan abrumadoras como una adicción a las drogas o el alcohol o tan simple como rendirnos a nuestro show favorito de la tele o un juego de futbol para ayudar a alguien. El desapego es una libertad básica de cualquier cosa y de todas las cosas que representan un obstáculo para hacer la voluntad de Dios.
La caridad es la propia aceptación de los demás. Tanto como Teresa atesoró oración ella fue insistente en que el amor por nuestros hermanos y hermanas era el índice de nuestro crecimiento espiritual. Para ella el viaje interior está validado y medido por la calidad de nuestras relaciones interpersonales. Este amor es la condición esencial para el movimiento hacia el centro donde Dios aguarda.
Teresa entendió que los obstáculos estaban enraizados en el desorden en nuestra relación con Dios, con las criaturas de Dios y con nuestros hermanos y hermanas.
Es dificil orar cuando el corazón está cargado con heridas personales e irrespeto a nuestra dignidad. Cuando traemos las distorsiones de nuestras adicciones, grandes y pequeñas, a la oración es una tarea dolorosa centrar nuestro corazón en Dios. Cuando nuestro corazón es consumido con animosidad y enfado, la oración sucede con dificultad, si es que sucede.
La humildad, el desapego y la caridad traen un crecimiento en el sentido del orden y la paz. Ellos producen un ambiente abierto a lo sagrado y nutre una liberación de todas las divisiones que fluyen de nuestro corazón fragmentado. Las virtudes no eliminan los problemas en nuestra vida. Sin embargo, ellas nos ayudan con ellos en una forma más aceptable y serena.
Este es el centro del programa de Teresa. Es un llamado a vivir en una forma que exprese la verdad de la humildad, la libertad del desapego y la maravilla del amor por los demás. Esto produce paz que nutre una oración más profunda la cual, a la vuelta, genera un crecimiento en la aceptación de nuestra realidad en humildad, el desapego y amor por todos los hijos de Dios.
Mientras que la paz interior es la meta, solamente es alcanzada en la guerra espiritual. La batalla entre la oración y la vida es implacable en sus demandas. Las virtudes son débiles al principio pero gradualmente crecen con la ayuda de la oración. La oración busca el crecimiento para apuntalar su permanencia en el poder en la batalla contra su propia confusión interior. Mientras tanto, nosotros lentamente ganamos una medida de paz que nos ayuda con el alboroto de la vida. El proceso de la mutualidad de crecimiento entre las virtudes y la oración continúa por siempre profundizando los niveles de apoyo mutuo.
En todo esto algo especial está sucediendo. Hay un nuevo y libre yo que está evolucionando fuera de la dinámica. Esta transformación personal fluye de una nueva relación del yo en humildad, para nuestras posesiones en desapego y hacia los otros en amor. Esta es nuestra meta hasta que Dios se ponga serio y nos lleve a la contemplación para terminar la transformación personal.